Decidí que estas vacaciones tenía que recompensar un año especialmente duro.
Hace seis meses colapsé y mi mente entró en barrena. Si me sigues en redes creo que te haces una idea de la historia, y si eres una persona cercana sabes de lo que hablo así que vayamos al turrón:
Pillé mi maleta y el coche y me eché a la carretera. Casi 500 kilómetros conduciendo hasta Asturias. Llanes era mi campamento base. Hice el descenso del Sella (16 kilómetros a remo). He visitado las ciudades de Oviedo y Gijón y he carreteado por rincones encantadores como Lastres, Cudillero, Covadonga y los picos de Europa. He visitado la playa de Gulpiyuri que además de ser preciosa es la más pequeña del mundo.
Vuelta a Zaragoza, 500 kilómetros más a mis espaldas.
He volado hasta Austria y he pateado Viena calle a calle incansablemente. He navegado por los valles del Danubio y Wachau y he aprovechado mi estancia en el norte de Europa para sumar otro país a mis vacaciones plantándome en Eslovaquia
¡qué bonita es Bratislava!. Con todo y de vuelta a España
quise despojarme de mi necesidad de playa y volé hasta Mallorca porque soy bicho de mar.
Y ahora sí, tercer vuelo, esta vez de vuelta a casa.
Pocas cosas hay más satisfactorias que viajar. Llenar la mochila vital de viajes, empaparse de cultura, gastronomía, paisajes, costumbres, clima e idiosincrasia de distintas latitudes. Es la manera más equilibrada de poner en perspectiva nuestro lugar en el mundo, cargar pilas y continuar.
Amor para todos.